(Discurso de David Foster en la Graduación del Kenyon College)
Saludos y felicitaciones a la generación 2005 del Kenyon
College.
Erase dos peces jóvenes que nadaban juntos cuando de
repente se toparon con un pez viejo, que los saludó y les dijo, "Buenos
días, muchachos ¿Cómo está el agua?" Los dos peces jóvenes siguieron
nadando un rato, hasta que eventualmente uno de ellos miró al otro y le
preguntó, "¿Qué demonios es el agua?"
Esto es algo común al inicio de los discursos de graduación
en Estados Unidos: el empleo de una pequeña parábola con un fin didáctico. Esta
costumbre resulta ser una de las mejores convenciones del género y la menos
mentirosa, pero si te has empezado a preocupar de que mi plan sea presentarme
como el pez sabio y viejo que le explica a los peces jóvenes lo que es el agua,
por favor no lo hagas. Yo no soy el pez sabio y viejo. El punto de la historia
de los peces es, simplemente, que las realidades más importantes y obvias son a
menudo las más difíciles de ver y explicar. Enunciado como una frase, por
supuesto, suena a un lugar común banal, pero el hecho es que las banalidades en
el ajetreo diario de la existencia adulta pueden tener una importancia de vida
o muerte, o así es como me gustaría presentarlo en esta mañana despejada y
encantadora.
Por supuesto que el principal requisito en un discurso
como éste es que hable sobre el significado de la educación en Humanidades y
que intente explicar por qué el título que están a punto de recibir posee un
verdadero valor humano en vez de ser una mera llave para la simple remuneración
material. Así que mencionaremos otro lugar común al inicio de los discursos,
que la educación en Humanidades no es tanto atiborrarte de conocimiento como
“enseñarte a pensar”. Si son como yo fui alguna vez de estudiante, nunca
hubiesen querido escuchar esto, y se sentirán insultados cuando les dicen que
precisaron de alguien que les enseñara a pensar, porque dado que fueron
admitidos en la universidad precisamente por esto, parece obvio que ya sabían
cómo hacerlo. Pero voy a hacerme eco de ese lugar común que no creo sea
insultante, porque lo que verdaderamente importa en la educación –la que se
supone obtenemos en un lugar como éste– no vendría a ser aprender a pensar,
sino a elegir cómo vamos a pensar. Si la completa libertad para elegir acerca
de qué pensar les parece obvia y discutir acerca de ella una pérdida de tiempo,
les pido que piensen acerca de la anécdota de los dos peces y el agua y que
dejen entre paréntesis por unos segundo vuestro escepticismo acerca del valor
de lo que es obvio por completo.
Les voy a contar otra de estas historias didácticas.
Había dos personas sentadas en la barra de un bar en la parte más remota de
Alaska. Uno de ellos era religioso, el otro ateo y ambos discutían acerca de la
existencia o no de dios con esa especial intensidad que se genera luego de la
cuarta cerveza. El ateo contó, ‘mirá, no es que no tenga un real motivo para no
creer. No es que nunca haya experimentado
todo el asunto ese de dios, rezarle y esas cosas. El mes pasado, sin ir más
lejos, me sorprendió una tormenta terrible cuando aún me faltaba mucho camino
para llegar al campamento. Me perdí por completo, no podía ver ni a dos metros,
hacía 50 grados bajo cero y me derrumbé: caí de rodillas y recé “Dios mío, si
en realidad existes, estoy perdido en una tormenta y moriré si no me ayudas,
¡por favor!”. El creyente entonces lo mira sorprendido: ‘Bueno, eso quiere
decir entonces que ahora crees! De hecho estás aquí vivo!”. El ateo hizo una
mueca y dijo: “No, hermano, lo que pasó fue que de pronto aparecieron dos
esquimales y me ayudaron a encontrar el camino al campamento…”.
Es fácil hacer un análisis típico en las Humanidades: una
misma experiencia puede significar cosas totalmente distintas para diferentes
personas si tales personas tienen distinto marco de referencia y diferentes
modo de elaborar significados a partir de su experiencia. Dado que apreciamos
la tolerancia y la diversidad de creencias, en cualquiera de los análisis
posibles jamás afirmaríamos que una de las interpretaciones es correcta y la
otra falsa. Lo que en sí está muy bien, lástima que nunca nos extendemos más
allá y nos proponemos descubrir los fundamentos del pensamiento de cada uno de
los interesados. Y me refiero a de qué parte del interior de cada uno de ellos
surgen sus ideas. Si su orientación básica en referencia al mundo y el
significado de su experiencia viene ‘cableado’ como su altura o talla del
calzado, o si en cambio es absorbida de la cultura, como su lenguaje. Es como
si la construcción del sentido no fuera realmente una cuestión de elección
intencional y personal. Y más aún, debemos incluir la cuestión de la
arrogancia. El ateo de nuestra historia está totalmente convencido de que la
aparición de esos dos esquimales nada tiene que ver con el haber rezado y
pedido ayuda a dios. Pero también debemos aceptar que la gente creyente puede
ser arrogante y fanática en su modo de ver. Y hasta puede que sean más
desagradables que los ateos, al menos para la mayoría de nosotros. Pero el
problema del dogmatismo del creyente es el mismo que el del ateo: certeza
ciega, una cerrazón mental tan severa que aprisiona de un modo tal que el
prisionero ni se da cuenta que está encerrado.
Aquí apunto a lo que yo creo que realmente significa que
me enseñen a pensar. Ser un poco menos arrogante. Tener un poco de conciencia
de mí y mis certezas. Porque un gran porcentaje de las cuestiones acerca de las
que tiendo a pensar con certeza, resultan estar erradas o ser meras ilusiones.
Y lo aprendí a los golpes y les pronostico otro tanto a ustedes.
Les daré un ejemplo de algo totalmente errado pero que yo
tiendo a dar por sentado: en mi experiencia inmediata todo apuntala mi profunda
creencia de que yo soy el centro del universo, la más real, vívida e importante
persona en existencia. Raramente pensamos acerca de este modo natural de
sentirse el centro de todo ya que es socialmente condenado. Pero es algo que
nos sucede a todos. Es nuestro marco básico, el modo en que estamos ‘cableados’
de nacimiento. Piénsenlo: nada les ha sucedido, ninguna de vuestras
experiencias han dejado de ser percibidas como si fueran el centro absoluto. El
mundo que perciben lo perciben desde ustedes, está ahí delante de ustedes,
rodeándolos o en vuestro monitor o en la TV. Los pensamientos y sentimientos de
las otras personas nos tienen que ser comunicados de algún modo, pero los
propios son inmediatos, urgentes y reales.
Y, por favor, no teman que no me dedicaré a predicarles
acerca de la compasión o cualquiera de las otras virtudes. Me refiero a algo
que nada tiene que ver con la virtud. Es cuestión de mi posibilidad de encarar
la tarea de, de algún modo, saltear o verme libre de mi natural e ‘impreso’
modo de operar que está profunda y literalmente auto centrado y que hace que
todo lo vea a través de los lentes de mi mismidad. A gente que logra algo de
esto se los suele describir como ‘bien equilibrado’ y me parece que no es un
término aplicado casualmente.
Y dado el entorno en el que ahora nos encontramos es
adecuado preguntarnos cuánto de este re-ajuste de nuestro marco referencial
natural implica a nuestro conocimiento o intelecto. Es una pregunta difícil.
Probablemente lo más peligroso de mi educación académica –al menos en lo que a
mí respecta– es que tiende a la sobre intelectualización de las cosas, que me
lleva a perderme en argumentos abstractos en mi cabeza en vez de, simplemente,
prestar atención a lo que ocurre dentro y fuera de mí.
Estoy seguro de que ustedes ya se han dado cuenta de lo
difícil que resulta estar alerta y atentos en lugar de ir como hipnotizados
siguiendo el monólogo interior (algo que puede estar sucediendo ahora mismo).
Veinte años después de mi propia graduación llegué a comprender el típico
cliché liberal acerca de las Humanidades enseñándonos a pensar: en realidad se
refiere a algo más profundo, a una idea más seria: porque aprender a pensar
quiere decir aprender a ejercitar un cierto control acerca de qué y cómo
pensar. Implica ser consiente y estar atentos de modo tal que podamos elegir
sobre qué poner nuestra atención y revisar el modo en que llegamos a las
conclusiones a las que llegamos, al modo en que construimos un sentido en base
a lo que percibimos. Y si no logramos esto en nuestra vida adulta, estaremos
por completo perdidos. Me viene a la mente aquella frase que dice que la mente
es un excelente sirviente pero un pésimo amo.
Como todos los clichés superficialmente es soso y poco
atractivo, pero en realidad expresa una verdad terrible. No es casual que los
adultos que se suicidan con un arma de fuego lo hagan apuntando a su cabeza.
Intentan liquidar al tirano. Y la verdad es que esos suicidas ya estaban
muertos bastante antes de que apretaran el gatillo.
Y les digo que este debe ser el resultado genuino de
vuestra educación en Humanidades, sin mentiras ni chantadas: como impedir que
vuestra vida adulta se vuelva algo confortable, próspero, respetable pero
muerto, inconsciente, esclavo de vuestro funcionar ‘cableado’ inconsciente y
solitario. Esto puede sonar a una hipérbole o a un sinsentido abstracto. Pero
ya que estamos pensemos más concretamente. El hecho real es que ustedes, recién
graduados, no tienen la menor idea de lo que implica el día a día de un adulto.
Resulta que en estos discursos de graduación nunca se hace referencia a cómo
transcurre la mayor parte de la vida de un adulto norteamericano. En una gran
porción esa vida implica aburrimiento, rutina y bastante frustración. Vuestros
padres y parientes mayores que aquí los acompañan deben de saber bastante bien
a qué me estoy refiriendo.
Pongamos un ejemplo. Imaginemos la vida de un adulto
típico. Se levanta temprano por la mañana para concurrir a un trabajo
desafiante, un buen trabajo si quieren, el trabajo de un profesional que con
entusiasmo trabaja por ocho o diez horas y que al final del día lo deja
bastante agotado y con el único deseo de volver a casa y tener una buena y
reparadora cena y quizá un recreo de una
o dos horas antes de acostarse temprano porque, por supuesto, al otro día hay
que levantarse temprano para volver al trabajo. Y ahí es cuando esta persona
recuerda que no hay nada de comer en casa. No ha tenido tiempo de hacer las
compras esta semana porque el trabajo se volvió muy demandante y ahora no hay
más remedio que subirse al auto y, en vez de volver a casa, ir a un
supermercado. Es la hora en que todo el mundo sale del trabajo y las calles
están saturadas de autos, con un tránsito enloquecedor. De modo que llegar al
centro comercial le lleva más tiempo que el habitual y, cuando al fin llega, ve
que el supermercado está atestado de gente que como él, que luego de un día de trabajo trata de
comprar las provisiones que no pudo comprar en otro momento. El lugar está
lleno de gente y la música funcional y melosa hacen que sea el último lugar de
la tierra en el que se quiere estar, pero es imposible hacer las cosas rápido.
Debe andar por esos pasillos atiborrados de gente, confusos a la hora de
encontrar lo que uno busca y debe maniobrar con cuidado el carrito entre toda
esa gente apurada y cansada (etc. etc. etc., abreviemos que es demasiado
penoso) y al fin, luego de conseguir todo lo que necesitaba, se dirige a las
cajas que, por supuesto, están casi todas cerradas a pesar de ser la hora pico,
y las que están funcionando lo hacen con unas demoras colosales, lo que es
enojoso, pero esta persona se esfuerza por dejar de sentir odio por la cajera
que parece moverse en cámara lenta, quien está saturada de un trabajo que es
tedioso, carente de sentido de un modo que sobrepasa la imaginación de
cualquiera de los aquí presentes en nuestro prestigioso colegio.
Bueno, al fin esta persona consigue llegar a ser
atendida, paga por sus provisiones y escucha que le dicen ‘que tenga un buen
día’ con un voz que es la de la muerte. Luego tiene que cargar todas sus bolsas
en el carrito que tiene una rueda chueca e insiste en irse para un costado y
hace que el camino hasta el auto lo saque de quicio; luego tiene que cargar
todo en el baúl y salir de ese estacionamiento lleno de autos que circulan a
dos por ahora buscando un lugar libre ¡y todavía queda el camino a casa!, con
un tránsito pesado, lento y plagado de enormes 4x4 que parecen ocupar toda la
calle, etc. etc. etc.
Todos aquí han pasado por esto, claro. Pero aun no es
parte de vuestra rutina de graduados, semana a semana, mes a mes, año a año.
Pero lo será. Y cantidad de otras tareas fastidiosas y sin sentido aparente que
les esperan. Pero no es este el punto al que me refiero. El punto es que estas
tareas de mierda, insignificantes y frustrantes son las que permiten escoger
qué y como pensar. Ya que debido al tránsito congestionado, o a los pasillos
atiborrados de gente con carritos, o a las larguísimas colas, tengo tiempo para
pensar y si no tomo una decisión consiente acerca de cómo pensar, de a qué
prestar atención, me sentiré frustrado y jodido cada vez que me vea en estas
situaciones. Porque el ajuste natural me dice que estar situaciones me afectan
a MI. A MI hambre, a MI fatiga, a Mi deseo de estar en casa y me hace ver que
toda esa gente se mete en MI camino. Y ¿quiénes son, después de todo? Miren qué
repulsivos son, que caras de estúpidos portan, esa mirada de vacas, no parecen
humanos, y que enojosos y groseros son hablando en voz alta por sus celulares
todo el tiempo. Es absolutamente injusto e incordiante que me encuentre ahí,
entre ESA gente.
Y, claro, además, como pertenezco a una clase de gente
socialmente más consiente, gente de Humanidades, me parece terrible quedar
atrapado en el tránsito de la hora pico entre esas tremendas 4x4, esos autazos
de 12 cilindros que desperdician egoístamente sus tanques de 80 litros de un
combustible cada vez más escaso, y puedo asegurar que las calcomanías con los
slogans más religiosos y patrióticos están pegados en vidrios de los más
enormes, llamativos y egoístas de los vehículos, conducidos por los más
horrendos personajes (aplausos y respondiendo a esos aplausos) –este no es un
ejemplo de cómo debemos pensar, ojo! –, conductores detestables,
desconsiderados y agresivos. Y también puedo imaginar cómo nuestros hijos y los
hijos de nuestros hijos van a acordarse de nosotros por derrochar el
combustible y probablemente joder el clima, y pensar en lo egoístas y estúpidos
que fuimos por permitirlo y como nuestra sociedad consumista es detestable,
etc., etc., etc.
Ya pescaron la idea.
Si yo escojo pensar así cuando me encuentro atrapado en
el tránsito o en los pasillos de un supermercado, bueno, a la mayoría nos pasa.
Porque este modo de pensar es tan automático, tan natural y establecido que no
implica ninguna chance ni elección. Es el modo automático en que percibo la
parte aburrida y frustrante de la vida adulta, cuando me dejo ir en automático,
inconscientemente, cuando me creo el centro del mundo y que mis necesidades y
sentimientos inmediatos determinan las prioridades de todo el mundo, que creo
gira a mi alrededor.
La cosa es que, claro, hay otras maneras por completo
diferentes de pensar acerca de estas situaciones. En ese transito entorpecido,
con vehículos que dificultan mi avance, puede que, en una de esas horrorosas
4x4, haya un conductor que luego de un horrible accidente de tránsito se haya
sentido tan acobardado que el único modo de volver a manejar es sintiéndose
protegido dentro de uno de esos tanques. O que aquella camioneta que corta mi
paso imprudentemente, esté conducida por un padre que lleva a su hijo enfermo o
accidentado y se apura por llegar a una guardia médica, o que está en una
situación más urgente y legítima que la que yo me encuentro, y que en realidad
yo soy el que se mete en SU camino.
O puedo elegir pensar y considerar que todos los que nos
encontramos en esa larga cola del supermercado estamos tan aburridos y nos
sentimos tan mal como me siento yo y que algunos de ellos probablemente tengan
una vida más tediosa y dolorosa que la mía.
De nuevo, por favor, no crean que estoy dando consejos
moralistas, o que sugiero el modo en que tienen que pensar ustedes, o que
señalo cómo se espera que ustedes piensen. Porque esto que les describo es muy
difícil. Requiere de mucha voluntad y esfuerzo y, si son como yo, algunos días
no lo lograrán o simplemente se dejarán llevar por la comodidad y falta de
ganas.
Pero puede pasar que, si están atentos los suficiente
como para darse a ustedes mismos la opción, podrán escoger una manera distinta
de percibir a esa gorda, de ojos muertos, sobre maquillada que no deja de
gritar a su hijito en la fila. Quizá ella no es siempre así. Quizá lleva tres
noches sin dormir sosteniendo la mano de su marido que muere de cáncer en los
huesos. O quizá esta señora es la misma que ayer ayudó a tu señora a resolver
ese horrendo trámite en el Registro Automotor mediante un simple acto de
gentileza. Claro, sí, nada de esto es lo habitual, pero tampoco es imposible.
Todo depende de lo que uno elija pensar. Si estás seguro de saber exactamente
cuál es la realidad y estás operando en automático como me suele suceder a mí,
entonces no dejarás de pensar en posibilidades enojosas y miserables. Pero si
en realidad aprendes a prestar atención, te darás cuenta de que en realidad hay
otras opciones. Vas a poder percibir ese
atestado, caluroso, y lento infierno no solo como significativo, sino como algo
sagrado, consumido por las mismas llamas que las estrellas: amor, comunión, esa
unidad mística que hay bien en lo profundo de las cosas.
No afirmo que esta mística se necesariamente verdadera.
Pero lo que sí lleva una V mayúscula es la Verdad de que podés decidir cómo te
lo vas a tomar.
Esto, yo les aseguro, es la libertad que otorga la
educación real. Aprender a cómo estar bien balanceado. Y cada uno decidir qué
tiene y qué no tiene sentido. Decidir conscientemente qué es lo que vale la
pena venerar.
Y he aquí algo raro, pero que es verdad: en las
trincheras del día a día de la vida de un adulto, no existe el ateísmo. No hay
tal cosa como la ‘no-veneración’. Todo el mundo es creyente. Y quizá la única
razón por la que debamos cuidarnos al elegir qué venerar, cualquier camino
espiritual –llámese Cristo, Allah, Yaveh, la Pachamama, las Cuatro Nobles
Verdades o cualquier set de principios éticos– es que, sea lo que sea que
elijas, te devorará en vida. Si elegís adorar el dinero y los bienes
materiales, nunca tendrás suficiente. Si elegís tu cuerpo, la belleza y ser
atractivo, siempre te vas a sentir feo y cuando el tiempo y la edad se
manifiesten, padecerás un millón de muertes antes de que al fin te entierren.
En cierto modo, todos lo sabemos. Esto fue codificado en mitos, leyendas,
cuentos, proverbios, epigramas, parábolas, en el esqueleto de toda gran
historia. El verdadero logro es mantener esta verdad consiente en el día a día.
Si elegís venerar el poder, terminarás sintiéndote débil y necesitarás cada día
de más poder para no creerte amenazado por los demás. Si elegís adorar tu
intelecto, ser reconocido como inteligente, terminarás sintiéndote un estúpido,
un chasco, siempre al borde de ser descubierto. Pero lo más terrible de estas
formas de adoración no es que sean pecaminosas o malas, es que son
inconscientes. Son el funcionamiento por default.
Día a día nos vamos sumergiendo en un modo cada vez más
selectivo acerca de a qué prestar atención, qué percibir como bueno y deseable,
sin siquiera ser consientes de lo que estamos haciendo.
Y el mundo real no te va a desalentar en este modo de
operar, porque el así llamado mundo real está esculpido del mismo modo, dinero
y poder que se regodean juntos en una piscina de miedo y odio y frustración y
ambición y adoración al YO. Las fuerzas de nuestra cultura dirigen a estas
fuerzas en pos de las riquezas, confort y libertad individual. Libertad para
ser los señores de nuestro diminuto reino mental, solitarios en el centro de la
creación. Este tipo de libertad es muy tentadora. Pero hay otros tipo de
libertad pero justo del tipo de libertad que es el más precioso no vas a
escuchar mucho en este mundo que nos rodea, de puro desear y conseguir.
La libertad que importa verdaderamente implica atención,
conciencia y disciplina, y estar realmente interesados en el bienestar de los
demás y estar dispuestos a sacrificarnos por ellos una y otra vez en miríadas
de insignificantes y poco atractivas maneras, todos los días.
Esa es la libertad real. Eso es ser educado y entender
cómo pensar. La alternativa es lo inconsciente, lo automático, el
funcionamiento por default, el constante sentimiento de haber tenido y perdido
alguna cosa infinita.
Yo sé que esto que les digo puede sonar poco divertido y
que roza en lo grandilocuente espiritual
en el sentido que un discurso de graduación debe sonar. Lo que quiero que
rescaten, del modo en que yo lo veo, es el tema de la V mayúscula de Verdad,
dejando fuera todas las linduras retóricas. Ustedes son libres de pensar como
quieran. Pero por favor, no tomen este discurso como a un sermón de esos con el
dedito apuntando acusatoriamente. Nada de esto tiene que ver con moralidad o religión
o dogma ni con las grandes preguntas luego de la muerte.
La V mayúscula de Verdad se refiere a la vida ANTES de la
muerte.
Es acerca de los valores que implica la real educación,
que no tiene nada que ver con el acumular conocimiento y sí con la simple
atención, atención a lo que es real y esencial, tan oculto en plena vista a
nuestro alrededor, todo el tiempo, que tenemos que estar constantemente
recordándonos a nosotros mismos, una y otra vez: Esto es agua. Esto es agua.
Esto es agua.
Es inimaginablemente arduo de llevar a cabo, estar conscientes
y vivos en el mundo adulto, día a día. Lo que trae a colación otro gran cliché
archisabido: la educación ES un trabajo para toda la vida. Y comienza ahora.
Les deseo que tengan más que suerte!